domingo, 14 de junio de 2009
UN POCO DE HISTORIA DE ANTAÑO
ALGO DE HISTORIA DE LA COCINA CHILENA
Excelente artìculo escrito por Laura Tapia de Concepciòn.
Suena a audacia referirse a las mejores recetas chilenas después de haber hablado Rosario Olivas de la excelente comida del Perú. Pero pienso que, sin perjuicio de los méritos globales de cada cocina, todas ostentan creaciones capaces de destacarse por su calidad. Son, en nuestro caso, las que ya en la época colonial se conocían como propias de "la mesa de mantel largo", aquella de los invitados de honor. Así se diferenciaban de las más corrientes de "la mesa del pellejo", destinada a los menores de la casa o a visitas de mucha confianza. Bajo ese primer nombre tradicional intento reunir –y en ciertos casos tenemos el deber de recuperar– platos de los que, como en cualquier otra nación, podemos con justicia sentir orgullo.
Ocurre que sobre la comida chilena predomina una visión un tanto plana, que la muestra por parejo sencilla y sin especiales pretensiones de refinamiento. Si se piden ejemplos típicos, se mencionarán casi siempre los mismos que también se ofrecen al afuerino, algunos de origen campesino y quizás un par de la costa. En general se alabarán más bien nuestros productos que lo que con ellos preparamos. Incluso la estrategia oficial, que busca marcar ahora una imagen agroalimentaria del país en el ámbito internacional, insiste en esa línea.
Con todo el cariño y los recuerdos que nos traen los robustos sabores populares, vale la pena mostrar también aquellos que, sin perder carácter propio, poseen mayor finura. En ellos se aprecian con frecuencia influencias culturales llegadas desde fuera, pero toda cocina tiene rasgos de mestiza. La nuestra lo ha sido desde la raíz y también más tarde, porque somos un pueblo no sólo abierto al exterior sino adepto, a veces en exceso, a las modas. Tomando como esquema una secuencia histórica propuesta por Jaime Martínez, he entresacado de cada etapa las creaciones que considero como "cocina chilena de mantel largo".
La contribución directa de la tierra y el mar
El aporte inicial a la alimentación de calidad gastronómica, anterior incluso a la obra humana, nos lo entregan la tierra y sobre todo el mar de Chile. Hay aquí productos que por sí solos y al natural, o apenas cocidos o aliñados, merecen ser platos de banquete. Ejemplos señeros son la ostra chilota, el picoroco en su roca, el erizo al matico, la centolla austral, la langosta de Juan Fernández y la frutilla originaria, para citar casos plenamente autóctonos o que no ceden en calidad ante sus similares de otros sitios.
En cambio, debemos reconocer que los primeros tiempos de nuestra cocina, tanto indígena como española, dan poco espacio al refinamiento. A diferencia de imperios como el azteca y el inca, el legado de nuestros aborígenes en el campo culinario es extremadamente modesto. Él se limita a unos pocos guisos simples, de consumo generalizado, como humitas, chuchoca, pilco, porotos, cochayuyo o charquicán, o más identificados con una región, como el vailcán (un guisado de mariscos con ají) y el ñache araucano, o el curanto y el pulmay de Chiloé. Son valiosos sobre todo por sus ingredientes, varios de los cuales vuelven a tomarse en cuenta desde hace muy poco, pues habían sido sustituidos por otros llegados de Europa, como la quínoa por el trigo o el guanaco por el cordero.
La cocina de la Colonia
Por lo que atañe a la raigambre hispánica, después de la época de hambre de los conquistadores, la Colonia conoció una abundancia que Eugenio Pereira Salas llega a llamar barroca, pero de muchas de cuyas creaciones apenas subsiste el nombre. Sabemos del valdiviano, que hoy cuesta encontrar, cocinado al comienzo con austeros charqui y cebolla, y mejorado luego con aceitunas y naranja agria, o de la carraca que ha reconstituido Cecilia Letelier.
Nos queda la fama de las lentejas de las monjas Rosas (y una versión suya bastante sencilla en La Buena Mesa). También las de las Pastorizas, el ajiaco de las monjas Claras, los porotos de las Capuchinas y las aceitunas de las Agustinas, pero se sabe poco de su preparación. La antigüedad de la empanada criolla, con su "pino" de nombre mapuche, consta en una pintura de la Catedral de Santiago de 1652.
Asimismo eran comunes, sin conocerse mayores detalles, los caldillos, el pescado frito, la cazuela, el asado al palo, la carbonada y los chupes de influencia peruana. El equipo de la Universidad Católica que actualmente investiga la historia de la cocina chilena elaboró algunas de esas recetas coloniales, las que resultaron difíciles de comer, debido tal vez a la grasa de vacuno que entonces se utilizaba.
Los aportes culinarios de La Serena
Había sí bastante más que hemos perdido, como lo indican las referencias al prestigioso arte culinario de La Serena que entonces estaba mucho más cerca que otros de la "cocina de mantel largo". De esa ciudad colonial, Pereira Salas menciona el pavo mechado con tajadas de pisto o fritura de pimiento, tomate, ajo y calabazas revueltos en jugo de carne; los lechoncitos en cama de arrayán florido o, en otra versión que recoge Hernán Eyzaguirre, rellenos con colas de camarones, arvejitas, choros zapatos amarillos y pimiento morrón. La lista sigue con la nogada de gallina negra catalana, y la corvina asada bajo rescoldo de arena, envuelta con hojas de repollo bañadas en mantequilla y no en grasa "en pella" (algo muy moderno para el siglo XVIII). Para terminar con los camarones de río con pebre de ajo, y el cordero asado al palo con salsa picante de tomate chino y manzanas y camotes cocidos. Algunos de esos platos pueden todavía encontrarse en las buenas mesas familiares serenenses, y sin duda en otras provincias debe ocurrir lo mismo. Todo un panorama por recuperar, como ya se está intentando.
Surge la repostería chilena
Fuera de ese tesoro provinciano, donde sí aparecen las primeras recetas de alta calidad que en su conjunto han perdurado hasta hoy, es en la dulcería. Allí seguimos el ejemplo de los conventos virreinales peruanos con su tradición árabe-andaluza, lo que complementó acá la calidad de las frutas, en especial chirimoya, lúcuma, frutilla, durazno, melón y membrillo. Tal como en Lima, aunque con menos intensidad en el dulzor, hubo aquí "mano de monja". Ayudaron a ello el azúcar importado y también aquel que produjo La Quintrala y que habría originado los dulces de La Ligua, sin olvidar la miel de abejas y la de palma. Tortas como la de milhojas y muchas más, huevos chimbos, cajetillas, alfajores altos, buñuelos, bizcochuelos, mazamorra, duraznitos almibarados de la Virgen y de San José, tostadas de almendra, ponderaciones, manjar blanco y confituras de limón sutil y de coquitos de palma no agotan la lista pero nos recuerdan una herencia duradera.
Aludiendo nuevamente al norte, no pueden omitirse la torta de Combarbalá, para la que se requerían 100 huevos, de cuyas claras se usaban sólo doce, y la torta catalana, que aún se prepara en La Serena. En todas las ciudades con tradición conventual se daba la perfección monjil en la alcorza o pasta de almendra. Ella se prueba con la imitación de servilleta, cuchillo y alimentos varios que engañó al gobernador Martín de Mujica en el banquete con que se le recibió en Santiago. Tales artificios se codeaban con vinos toscos, chicha, aloja, horchata y las variadas mistelas, cuyo lenguaje de colores y sabores era hábilmente utilizado por la coquetería femenina. En síntesis, de esos tiempos, fuera de los productos naturales, hemos heredado los mejores postres de la repostería chilena, primer capítulo en nuestra antología de cocina de alta calidad.
Desarrollo de la cocina en el siglo XIX
Una cuidadosa revisión de los textos de Eugenio Pereira y Hernán Eyzaguirre nos decepciona en cuanto a los años iniciales de la República, quizás también por falta de información detallada. Por cierto los frutos del mar y de la tierra seguían siendo excelentes y la afición a la comida mantenía el antiguo fervor, en especial por todo tipo de carnes. Se disponía de aves domésticas (la cazuela de gallina y el ganso relleno de San Martín parecen haber sido dos clásicos) y muchas más de cacería. En materia de vacunos, cerdo y cordero, el dato de que se prefiriera este último de cinco años, y ojalá de siete, suscita justificadas sospechas sobre los gustos de entonces. Queda la impresión de que importaba más la cantidad, y al parecer lo que dominaba por sobre todo eran los guisos suculentos y repetidos a diario, como cazuela, puchero, charquicán, porotos y maíz en varias formas. Ni siquiera en las alegres y copiosas celebraciones de la Independencia encontramos verdadero refinamiento.
Sin embargo, a través de todo el siglo XIX se fue consolidando el repertorio, básicamente campesino, de la cocina criolla, y a la vez la progresiva llegada de inmigrantes europeos comenzó a enriquecer esa lista. La nueva costumbre de los cafés y restaurantes, muchas veces a cargo de extranjeros, aportó hacia la mitad de la centuria un estilo más cuidado y ya no sólo familiar. Eyzaguirre da cuenta de un curioso folleto de 1851 en el que aparece por fin una serie de recetas para cocinar aves, como un capón con ostiones, y figuran la salsa blanca o béchamel y la "bayonesa" o mayonesa, la carlota rusa y el plum-pudding. En esa época se comían ya los ravioles y, sobre todo en el sur, empieza la influencia de la pastelería alemana.
La admiración por lo francés
En la segunda mitad del siglo reina la admiración por lo francés, aparecen las cepas finas en la vitivinicultura y las grandes familias importan buenos chefs, algunos de los cuales dirigirán después sus propios restaurantes. Anunciando nuestra particular "belle époque" que se extendería hasta bien entrado el siglo XX, triunfaban cocineros como Eugene Bounout, François Gage y Alexandre d’Huique, que en palabras de Eugenio Pereira envolvían en suaves salsas, como nunca antes, la delicada carne de nuestros mariscos.
Ellos y otros importaban auténtico caviar, trufas y foie gras, y ofrecían, además de sus recetas francesas y algunas con acentos orientales como la langosta a la indiana o el arroz al curry, platos novedosos que creaban o adaptaban a los productos locales. A Papá Gage, como se le conocía, atribuye Eyzaguirre nada menos que los erizos al cajón, los vol-au-vents de ostras, los carapachos de jaiba y el bistec a lo pobre (asimismo importado de Francia, según el afrancesado gourmet chileno Francisco Amunátegui), que aún permanecen.
También desde fines del siglo XIX aumentó la escasa corriente inmigratoria, y así comidas características de los grupos más numerosos, en especial italianos y españoles (que curiosamente trajeron entonces los guisos que hoy identifican su cocina, distintos de los de la Conquista y la Colonia), se introdujeron tanto en restaurantes como en la comida familiar. En la misma forma y con distinta intensidad, la hubo de alemanes, franceses, chinos, croatas y árabes, además de la de los franceses en la alta gastronomía.
Platos típicamente chilenos
Tenemos, entonces, dos nuevas fuentes donde hallar comida de calidad que perdure hasta hoy. Por una parte, la ampliación y el perfeccionamiento de la cocina criolla producen, en su propio estilo, platos de real excelencia. Varias recopilaciones de estos últimos años, como la del doctor Roberto Marín Vivado, coinciden en un total de alrededor de 500 recetas chilenas, mucho más de lo que de ordinario se cree. De ese gran volumen podemos extraer, con cierto rigor y dentro de lo opinable, a lo menos 20 auténticamente "de mantel largo".
Hay también creaciones poderosas, de fiesta comunitaria o popular, como el curanto, con sus variaciones altiplánica y pascuense, el pulmay, el cancato, el cordero al palo o asado en cruz en la Patagonia, pero ello no entra en nuestro propósito. En cambio, bastarán unos pocos ejemplos para convencer de que entre esos platos de consumo frecuente que, por sus materiales, sólo pueden prepararse a la chilena, existen algunos a veces mal apreciados que merecen ser parte de un gran menú. De la costa, el mariscal crudo con las especies de cada zona, en ésta de Concepción con el añadido de ulte y piure; el caldillo de congrio y la sopa de machas; los picorocos apenas pasados por mantequilla; los locos en escabeches o en chupes. Entre éstos, que acá se diferenciaron del peruano, los de jaiba y de centolla (además del muy terrestre de guatitas). Los mínimos camarones de orilla, incluso con su cáscara. Pescados como la corvina, el lenguado, la vieja, el pejesapo, el pejerrey, el salmón ahora chilenizado y tantos otros aptos para esa cocina del mar que solemos echar de menos, pero que, a la chilena, pueden saborearse gloriosamente apenas fritos, en caldillos o con el mínimo de intervención humana.
Del campo vienen el arrollado de malaya, la cazuela de pava nogada, el pastel de choclo, los porotos con mazamorra, los changles con cebolla y merquén, el cordero lechón arvejado de la costa central, la plateada al horno, el estofado de San Juan con sus aves y ciruelas. Del agua dulce, los camarones de río al vino blanco y las truchas rellenas. En la dulcería fueron añadiéndose a la tradición colonial dulces chilenos con manjar, pera y alcayota, pastas de San Estanislao, tortas en masa de hoja, pinzadas y betunadas, o castañas envueltas en papel plateado. Nada de esto es necesario recuperar porque todo está vivo y al alcance de la mano.
Alianza de lo nativo con lo importado
La segunda fuente de hallazgos está en la alianza de elementos nativos con las técnicas y estilos importados. Aunque los casos más numerosos son los de influencia francesa, los hay también de otros orígenes. Algunos han perdurado en los usos actuales (las machas a la parmesana, por ejemplo, es hoy el plato que se repite en mayor número de locales), pero varios van desapareciendo y sólo se encuentran en tres o cuatro clubes o restaurantes.
He revisado más de 200 menús de la "belle époque" chilena. Ellos procuraban sobre todo copiar directamente recetas francesas al estilo del vol-au-vent financière o los tournedos Rossini. A veces incorporaban entre medio, de manera pintoresca, platos nativos como "cazuelá de volaille", porotos granados o "empanadas à la chilienne". Pero además introdujeron algunas recetas más sencillas en la comida hogareña, como la coliflor con salsa blanca o la ensalada rusa, nuevas combinaciones para productos americanos como la palta (en crema, en salsa para el pescado o rellena con espárragos), técnica acá novedosas (vol-au-vent, aspic, galantina) y múltiples salsas. Además de lo de origen francés, también el curry, el arroz a la española, los espárragos a la parmesana o una ensalada japonesa.
Copiando se avanza
Gracias a los chefs importados y al espíritu de imitación obtuvimos mucho más. El pastel de jaiba es distinto del chupe criollo. El libro La Tía Pepa, de 1872, nos da la pista del origen de los erizos al cajón, en cubos ahuecados de pan de molde frito, quizás lo más refinado de todo. En efecto, es probable que Papá Gage se haya inspirado en la receta de origen galo que allí aparece de callampas fritas y puestas en esos mismos cubos de pan sin su miga. Los variados fricasés son distintos de la preparación francesa del mismo nombre, pero tienen esa raíz y mezclan distintos productos (filete de vacuno, sesos, criadillas, y algunos autóctonos, como machas o picorocos) con cubitos de papa y de pan fritos, arvejas y huevo revuelto.
Además nos llegaron otros platos de lujo con ingredientes nativos o bien directamente "copiados", que se han incorporado a nuestros hábitos culinarios pero que sólo en algunos casos podríamos incluir como cocina propiamente chilena: erizos en cocotte, en omelette o en flan; langosta a la americana o a la parisién; pato a la naranja; bisquede camarones de río; criadillas al canapé; crema de alcachofas; corvina Meunière o con salsa de erizos o de ostras; congrio y otros pescados à la Marguery. Éstos en verdad vienen sólo con choritos y camarones, aunque hayan cambiado al nacionalizarse en la rutinaria pero abundante salsa Margarita de las picadas costeras
También en los postres quedó ese legado: soufflés, bombas heladas, carlota rusa, marquesado, pêches Melba, parfait praliné o moka, y los numerosos bavarois, en especial con frutas chilenas y con una técnica distinta de la original francesa. Pasteleros como Camino o Pinaud, el del Casino del Portal Fernández Concha, trajeron éclaires de chocolate y café, gateaux Saint Honoré, palmeras, milhojas, planchados de masa de hoja, merengues con crema Chantilly, babá al ron y mucho más. Todo, sin duda, a la altura de un banquete e incorporado a las costumbres nacionales, a lo menos en los sectores con más recursos (baste pensar en los lamentos recientes de los santiaguinos, con cartas a los diarios, por el cierre de la pastelería Avenue du Bois).
La influencia europea se expande
Fuera de Santiago, la inspiración europea aliada con lo criollo se tradujo, para citar nuevamente el caso serenense, en postres como encaje inglés, huevo molle con merengue, budín de camote, huevos al revés, suspiros de monja, brevas amoldadas, sopa fría de papaya y pisco, turrón de arrope y distintos postres con papaya, lúcuma y chirimoya. En el sur se multiplicaron también los kuchenes, tortas y panes de Pascua alemanes, con frutas de la zona al natural, secas o en mermeladas.
Aún en los años 20 seguía rigiendo, al menos en los banquetes oficiales, el patrón francés, pero su uso en las casas particulares perdió rigor, disminuyó el número de platos y se amplió a otras influencias. Cuando cerró Gage, ya entonces en manos de sus herederos, gozó de parecido prestigio, pero en clave española, La Bahía. Ese local, además de algunas recetas heredadas del de Gage, creó o popularizó otras como la palta reina, de larga vida, el chupe de guatitas o el filete mignon con champiñones. Uno de los grandes referentes de ese tiempo fue el Hotel Crillón, a cargo de Jorge Kuppenheim, con estilo sobre todo francés, como su director, y también centroeuropeo. Otro fue el Club de la Unión, instalado en 1925 en su nueva sede, que supo combinar suculentos platos criollos, comenzando por las empanadas, productos campestres exclusivos como el queso y la mantequilla de determinados fundos, gran bodega de vinos de guarda y lo mejor de aquellas influencias extranjeras. Los clubes provincianos, tanto sociales como políticos, resguardaron sobre todo la comida criolla.
El libro La Buena Mesa
En 1933 Olga Budge de Edwards publicó La Buena Mesa, que se reeditó durante 30 años, donde recogió la amplitud del recetario disponible entonces. Sus méritos llevaron a Rosario Valdés a revisar y completar en 1997, tras 12 años de trabajo y con un notable aporte propio, esa enorme cantera culinaria. El libro reúne sobre 1.500 recetas de platos (hay, por ejemplo, 120 de huevos, sin contar tortillas y diversas combinaciones, 14 de congrio y otras tantas de langosta, y 40 tortas), además de las de tragos, picoteos, salsas y otros complementos, tanto para la comida familiar como para recibir. Llama la atención la diversidad de países, de Oriente y Occidente, de donde proviene esa cantidad de sugerencias (abundan las recetas peruanas, que fueron conocidas así antes de la llegada de sus restaurantes). El libro incluye por cierto numerosas preparaciones de estirpe criolla, a las que los mejores recetarios anteriores daban menos importancia que a las que venían de Francia.
De La Buena Mesa me interesa sobre todo destacar cómo las dueñas de casa con especiales condiciones culinarias, y la misma Olga Budge, habían ido enriqueciendo en sus cuadernos de recetas sencillos platos tradicionales. El libro suele distinguir esos perfeccionamientos con nombres geográficos bien chilenos, como criadillas Marga Marga o Placilla, patitas Camarico o Peñuelas, erizos Cartagena (hay allí varias formas de aprovecharlos con refinamiento) o huevos Santa Lucía y San Cristóbal. Hay asimismo mestizajes como el "caldillo de las niñas" de congrio con crema y queso, o las pencas de cardo al parmesano, algunos de los cuales merecen considerarse también "de mantel largo".
Es lo mismo que ocurre en el texto de Hernán Eyzaguirre con el cochayuyo Gudelia y el chupe de locos de su madre, o el congrio con erizos de Magdalena Claro. En su conjunto es ésta una valiosa contribución no ya de los restaurantes sino de la cocina urbana familiar, a mi juicio la que se halla entre nosotros en mayor peligro de desaparición y por lo mismo debe protegerse. En materia de postres, además de leche asada o nevada, huevos chimbos y dulces criollos tradicionales, hay varios de lúcuma, de huevo molle, soufflés, marquises y bavarois de estilo tanto francés como chileno.
Hacia una nueva alta cocina chilena
Estoy convencida que los cambios en las costumbres posteriores a la Segunda Guerra congelaron en lo fundamental y por largo tiempo el desarrollo del período anterior al que me acabo de referir. Con posterioridad, a partir de los años 70, la renovación gastronómica que hemos vivido se ha basado en gran medida en la apertura a nuevas influencias externas, sobre todo mediterráneas y orientales, pero también norteamericanas. Ha habido una increíble multiplicación de restaurantes que lo reflejan y un mejoramiento de las técnicas culinarias gracias sobre todo a unos pocos chefs extranjeros muy valiosos. La cocina chilena quedó en un segundo plano, defendida por la calidad de los productos naturales y repitiendo hasta la saciedad unos cuantos platos folclóricos. Sólo la prédica iniciada por chefs como René Acklin, Carlos Monge, Guillermo Rodríguez y otros, que también han traído desde fuera nuevas experiencias, ha intentado crear una nueva alta cocina chilena, que además reivindica ingredientes nativos olvidados. Coincide este último período con un salto cualitativo de nuestros vinos, hoy como siempre complemento indispensable de la buena comida.
La traducción de este esfuerzo en nuevas recetas está obteniendo resultados que a veces nos han sorprendido por su calidad, pero ellas recién empiezan a difundirse en libros y revistas, poniéndose así al alcance de todos. Espero que con el transcurso del tiempo, tal como ha ocurrido antes, las mejores se incorporen a la tradición nacional, renovándola. En mi opinión, esto debería tener como necesario complemento el rescate y la valoración de lo más significativo que el país fue creando a lo largo de cuatro siglos y medio, a partir del gran mestizaje inicial. Tal propósito requiere una labor seria de investigación que ya ha comenzado en el ámbito académico y que debe centrarse sobre todo en los períodos donde, como he indicado, carecemos de datos confiables.
Las etapas de la cocina chilena en síntesis
En resumen, habría que reiterar las etapas históricas de las cuales hemos heredado una cocina, siempre en algún grado mestizada, pero de verdadera calidad desde el punto de vista gastronómico y que todavía permanece. Ellas son, básicamente, la colonial con su dulcería; la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del XX tanto con el perfeccionamiento del estilo criollo, campestre y marino, como con la adaptación de nuevas influencias europeas, sobre todo francesa; la ampliación del horizonte entre las dos grandes guerras con el doble aporte de restaurantes y dueñas de casa, y la profunda renovación de los últimos 30 años, debida a un grupo de notables chefs, aunque con la tarea, aún a medio camino, de recuperar excelencias olvidadas y crear con productos chilenos una síntesis entre la identidad nacional y las tendencias actuales.
La identidad de la cocina chilena
Supuesto el alto nivel culinario indispensable y al igual que en otros aspectos de nuestra cultura, la gran pregunta sigue siendo cómo se manifiesta esa identidad a través de realizaciones en apariencia tan diversas como pueden ser unos erizos al cajón, un cordero arvejado y unos dulces chilenos con manjar o alcayota. Pienso, y en esto cabe un largo debate al que deberían contribuir, entre otros, antropólogos, historiadores, artistas y cocineros, que hay varios factores principales para establecer una cierta unidad común a todas ellas y a las demás que queramos incluir en la misma categoría.
En primer lugar, la primacía de los productos nativos. Aunque usemos los más variados ingredientes y aliños exóticos, la chilenidad de un plato dependerá en buena medida de los sabores característicos del mar y de la tierra, distintos siempre de los importados, aunque sea en matices. Esos productos son, además, el elemento central de la receta, a diferencia de otras cocinas donde lo que domina son la mezcla, las salsas, las especias o los agregados. En seguida, es importante una cierta simplicidad, tanto por el escaso número de los elementos utilizados como por la sencillez de la preparación. Luego –y quizás lo más característico– resulta determinante el "tono" nada extremado de los sabores: ni excesivamente picante, ni demasiado dulce, casi nunca tan ácido o amargo como en otras latitudes y raramente agridulce. Esa moderación se da aun con ingredientes tan poderosos como el erizo o el piure, por lo menos en sus expresiones más refinadas, sea por su uso moderado o con aliños capaces de suavizarlos.
En definitiva, el catálogo de platos chilenos aptos para una "mesa de mantel largo", como la que querían nuestros lejanos antepasados, resulta variado dentro de un espíritu que les es común. Incluye mayor proporción que en la mayoría de los países sudamericanos de un mestizaje básicamente europeo, inicial y reciente, y en conjunto mucho más homogéneo que lo que cabría esperar por esas influencias. No sería de extrañar –y la alta cocina renovada de que tanto se habla lo está comprobando– que muchas recetas tradicionales criollas consideradas populares pasen a ser parte de un perfecto menú de banquete mediante un cuidadoso proceso de refinamiento que armonice y destaque mejor su diseño y sus sabores. Ello constituye otro desafío para los cocineros chilenos, que podría dar un nuevo impulso o crear una nueva etapa en esta antología de nuestra calidad culinaria, siempre que sepan respetar, como antes ha ocurrido, esa necesaria y algo misteriosa identidad.
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